Todo ejercemos fe de alguna manera. Cuando prestamos dinero a
un amigo, confiamos en que él nos pagará. Si acudimos al médico tenemos fe en
su experiencia y conocimientos; más aún cuando nos entregamos a una
intervención quirúrgica. Creemos al profesor que nos enseña historia o
ciencias, no dudamos de su saber. Depositamos nuestra confianza en el conductor
del bus, en el empleado del banco, en el candidato por quien votamos, en el
policía del tránsito, en fin en toda persona que cumple un servicio a la
sociedad.
Las cosas también son objeto de nuestra confianza. Confiamos en
la capacidad de una silla para sostenernos, de un televisor o radio para
traernos entretención y noticias, del computador para conectarnos con el resto
del mundo. Al tocar el interruptor de la lámpara lo hacemos con plena fe que la
electricidad encenderá las ampolletas y se hará la luz.
Fe, según el diccionario, es “confianza, buen concepto que se tiene de
alguien o de algo.” Si no tuviéramos esa confianza no facilitaríamos dinero ni lo
pediríamos prestado, pues desconfiaríamos hasta del banco. No asistiríamos al
médico ni tomaríamos medicamentos. No creeríamos al profesor y desconfiaríamos
de todos.
Si ponemos nuestra confianza en las cosas y en
los hombres, ¿Por qué no confiar en Dios, el creador de todo? La Biblia define
así la fe en Dios: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve.” (Hebreos
11:1) El creyente espera con absoluta seguridad que tendrán respuesta sus
oraciones, porque está convencido de que Dios existe y lo escucha, a pesar de
que no pueda verlo. Fe es convicción, seguridad, completa confianza.