La Iglesia debiera vivir en la gracia y no en la ley. Jesús no
vino a presentarnos un juez sino a un Padre. Por eso cuando enseñó a orar a sus
discípulos les dijo que le llamaran “Padre nuestro que estás en los cielos”. Todas
sus enseñanzas mostraron a Dios como un padre amoroso, que perdona los errores
del hijo, que da una segunda oportunidad, que lo deja en libertad de escoger,
que no lo condena sino que lo salva de la condenación.
Donde mejor se vive la gracia es en el hogar. Una mamá enseña
con ternura a sus hijos ciertas tareas del hogar; al ayudar a un necesitado es
un ejemplo para sus niños que le están viendo; se duele cuando el pequeño se
cae y lo asiste con cuidados y medicinas; se preocupa si uno de sus hijos
permanece silencioso y triste, lo aborda con amor, como lo hace Dios con
nosotros. El papá acompaña a su mujer durante el parto, para sufrir junto a
ella el dolor de dar a luz y gozar con ella el ingreso de una nueva vida a la
familia; ayuda en las tareas del hogar, aunque esté cansado, siendo modelo para
sus hijos varones; aconseja, lee un cuento a sus pequeños antes de ir a dormir
y dice la última oración con ellos. Dios nos ama del mismo modo.
Cuando un hijo se porta mal, los padres le reprenden con
amor, procuran hacerlo entrar en razón, le aconsejan y perdonan. Siempre habrá
nuevas oportunidades para aprender y crecer. Jamás lo expulsarán de la familia,
pues es parte de ella.
Casi no necesitamos más explicaciones sobre el amor y la
gracia de Dios. Basta con mirar una familia en que todos se aman y respetan. Así
mismo se debe conducir la Iglesia de Dios.
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