En los años 60 se vivió entre los jóvenes la llamada
“revolución de las flores” cuyo lema era paz y amor. Aquella generación rechazó
la guerra y toda expresión de violencia. Uno de sus más altos ideales era la
paz mundial, que la tierra fuera un planeta en completa armonía y
entendimiento. El símbolo de la paz aún lo vemos dibujado en los muros de la
ciudad. Representa la huella que deja una pata de paloma sobre la arena, pues
universalmente se identifica a esta avecilla con la paz.
Aún la humanidad no ha conquistado la paz y continuamos “resolviendo”
nuestros problemas internacionales con guerras y tratando de imponer a otros
nuestras ideas revolucionarias por medio del derramamiento de sangre. La historia
de Caín y Abel vuelve a repetirse una y otra vez cuando los hermanos se odian,
agreden y asesinan. Sin justicia en este mundo jamás podrá haber paz, pues la
paz es fruto de la justicia.
A nivel individual, en nuestras relaciones interpersonales,
solemos actuar igual: no perdonamos, guardamos rencor, odiamos, declaramos la
enemistad y la guerra. No terminamos de aprender y aplicar la enseñanza de
Jesús: “Amad a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando
de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo;
porque él es benigno para con los ingratos y malos.” (San Lucas 6:35) En realidad no perdonamos sino que cobramos “ojo
por ojo y diente por diente”.
Si practicamos esta filosofía en
nuestras relaciones humanas, también la aplicamos a nuestra relación con Dios. Pensamos
que Él nos cobra por todas nuestras malas acciones, malos pensamientos y malos
sentimientos. Por tanto tratamos de hacer cosas que quiten esta culpa de la
conciencia. Pero Dios piensa muy distinto. Él ha tomado el sacrificio de Cristo
en la cruz como el sacrificio definitivo de la Humanidad y nos perdona toda
culpa por el sólo hecho de creer en Jesús. Considera justa a toda persona que
tenga fe en Él: “Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo” (Romanos 5:1)
En términos espirituales, la paz es consecuencia de la fe. Quien
ha sido perdonado por Dios, goza de completa paz interior y puede construir
relaciones de paz con su prójimo.
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