La muerte de cruz en tiempos del Imperio Romano, era un
castigo cruel para el que delinquía. A veces el crucificado tardaba en morir
días enteros. En el caso de Jesucristo, el maestro de Israel, su deceso fue
relativamente rápido. Fue crucificado a las nueve de la mañana: “Era la hora
tercera cuando le crucificaron.” (San
Marcos 15:25) Murió a las tres de la tarde: “Cuando era como la hora sexta,
hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. / Y el sol se
oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. / Entonces Jesús,
clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y
habiendo dicho esto, expiró.” (San Lucas
23:44-46) Es decir estuvo colgado en la cruz por seis horas.
La Biblia dice que el seis es número de hombre. Pues bien,
allí estuvo colgado, clavado de manos y pies, coronado de espinas, con el dolor
de las yagas en todo su cuerpo por los azotes recibidos, bajo el quemante sol
de esas tierras, el hombre Jesús, quien tomó sobre sí el castigo que nosotros
merecíamos por nuestras desobediencias.
Hay quienes critican al Padre por haber permitido tanta
crueldad sobre su Hijo Jesús. No se dan cuenta que ambos, junto al Espíritu
Santo, son una sola unidad, Dios. Fue Dios mismo quien se hizo hombre y murió
por nosotros. Lo hizo por propia determinación y amor por la Humanidad, para
liberarnos definitivamente de todas nuestras esclavitudes: esclavitud de la
culpa, esclavitud del pecado, esclavitud de la Ley, esclavitud de una religión
de sacrificios.
El legado de la cruz es la completa libertad. Jesucristo
anuló “el acta de los decretos que había
contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en
la cruz.” (Colosenses 2:14)
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