domingo, 5 de abril de 2015

VOLVER A LA VIDA.

La idea de resucitar a más de alguno le podría parecer repugnante. Un cadáver de uno o más días saliendo de la tumba, atravesando titubeante el cementerio, para dirigirse al lugar que siempre perteneció, el hogar donde se encuentra su querida familia. Y la reacción de sus seres queridos al ver a este muerto viviente. Parece una película de terror. Después del impacto emocional, las interrogantes y esa mezcla de miedo con alegría porque un amado aún vive; la vida tendrá que continuar. Un buen baño, cambiar de ropas y al comedor a alimentarse. ¡A compartir con la familia y amigos, a celebrar la vida! Todo esto habrá vivido Lázaro, el amigo de Jesús, a quien éste resucitó en Betania. Qué de preguntas le harían después: ¿Qué sentías o viste al otro lado? ¿Estuviste con nuestros antepasados? ¿Es muy desesperante morir? ¿Y cómo supiste que estabas “resucitando”?

A pesar que todos los días mueren personas por distintas causas, enfermedad, vejez o accidente, nunca terminamos de acostumbrarnos a la muerte. Cada vez que alguien muere, sobre todo si es un familiar o un amigo, lloramos, lamentamos la pérdida. Y siempre recordamos a nuestros difuntos. Los extrañamos y muchas veces quisiéramos que volvieran a la vida. Nos consuela que también nosotros marchamos hacia allá, ese oscuro foso o túnel de lo desconocido. Si tenemos fe nos sostiene la esperanza de una vida sobrenatural; si somos incrédulos, no creemos en la inmortalidad del alma ni cosa parecida y  sólo nos consuela saber que cesará el sufrimiento. Pero también cesarán el placer y las alegrías de la vida.
Nos hemos conformado pensando que la muerte es parte de la vida, que todo nace, vive y muere; que la muerte es sólo una transformación. Pero, a pesar de todas las lógicas razones que desarrollemos, la muerte no es una invitada agradable. Sólo un poeta santo como Francisco de Asís pudo tratarla de “hermana muerte”. El ser humano no está hecho para la muerte sino para la vida, pues es un ser trascendente. Así nos hizo el que no muere, el Eterno. Por eso era necesario que Jesucristo, Dios mismo hecho humano, después de morir resucitara. En verdad Jesucristo tuvo victoria sobre uno de los más grandes enemigos del ser humano: la muerte. La resurrección de Jesucristo es un grito de victoria sobre la muerte que nos propinó el mal. Cuando el ser humano desobedece a Dios, comienza su degradación, la cadena pecado – enfermedad – dolor – muerte. Pero el Hijo de Dios ha roto definitivamente esa cadena y nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. / Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (San Juan 11:25,26)
Tal vez usted o yo, pronto moriremos, pero si creemos en Jesús, el Salvador y Señor del universo, no moriremos eternamente sino que resucitaremos para eterna felicidad junto a Dios.

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