Todos somos diferentes y tenemos necesidades distintas. Dios,
conociendo esta realidad humana, llama a cada uno de acuerdo a esas
diferencias, por caminos particulares. Una vez en el camino de Cristo,
recibimos las explicaciones de la doctrina.
Ese llamado es lo que se denomina “salvación”. El alma se
siente triste por razones personales o por el caos social, o sedienta de algo
más profundo y real, hambrienta de respuestas o cariño verdadero, a veces
decepcionada, atribulada, vacía, etc. Cada persona vive su propia soledad y
necesidad espiritual, no comparable con otros. Hasta que Dios sale a su
encuentro y lo salva de su condición.
Así, por los caminos polvorientos de Israel, Jesús se
encontraba con el leproso despreciado por esa sociedad y lo limpiaba de su
enfermedad, le devolvía su dignidad de ser humano y lo liberaba de todos sus traumas.
O se detenía en un pozo a conversar con una pobre mujer de Samaria, le dedicaba
tiempo para escucharla, no la condenaba por su religión ni por las decisiones
que había tomado en su vida y la ayudaba a encontrar su equilibrio espiritual. O
recibía por la noche a un maestro de la ley para responder sus preguntas y
aceptaba atenderlo a escondidas para salvarlo de sus compañeros fariseos. Una y
otra vez la ruta de Jesús es de perdón, comprensión, contención, ayuda, en fin
amor. Eso es “salvar las almas”.
Salvarse va más allá de recitar una fórmula, cumplir un rito
o cambiar en algo. Es tan simple como creer en Jesús y seguirlo. De lo demás se
encargará Él.
“si confesares con tu boca que
Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos,
serás salvo. / Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se
confiesa para salvación.”
(Romanos 10:9,10)
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