Toda persona
busca de algún modo a Dios, una explicación de la vida y también de la muerte,
el hecho más enigmático y violento de la existencia humana. La cultura popular,
la magia y la ilusión del niño dan respuestas que no son del todo
satisfactorias; la ciencia sale al paso y nos llena de dudas e hipótesis de lo
que podría ser la verdad; entonces aparece la religión y sus certezas, razones
aceptables sólo con un corazón lleno de fe.
Desde cierto
punto de vista, la historia del Hombre es un relato de la búsqueda que él hace
de Dios. Le busca en los cielos, en la profundidad de las cavernas, dentro de
sí, en árboles y animales. Enciende fogatas por las noches y le danza, le
canta, le hace sacrificios. Construye templos para el o los dioses que cree
hallar. No hay ser más religioso que el humano. Aún, en esta era en que viaja a
la luna y otros planetas, buscamos a Dios más allá de nuestras fronteras.
Esta búsqueda
de Dios no es un capricho humano, sino que obedece a una carencia, a un vacío
interno, a una pieza que nos falta del gran puzle del universo y la vida. Es la
respuesta que ansiamos alcanzar, la contestación a una pregunta que nos ha
perseguido desde los albores de la Historia: descubrir el sentido de la
existencia, para qué estamos aquí, quiénes somos y hacia dónde vamos. Sólo el
Creador puede responderla.
Él sembró en
el alma del Hombre esa disposición a buscar e investigar, hasta encontrar la
Verdad. No es una búsqueda vana, sino la más trascendente de todas las
inquietudes humanas. Dios quiso que le buscásemos incesantemente, que nuestro
espíritu clamara por Él y no descansáramos hasta encontrarlo y saciar por
completo y definitivamente nuestra hambre y sed de infinito.