Sea de la cultura que sean, siempre los seres humanos han
buscado la forma de relacionarse con lo desconocido, aquello que está más allá
de su comprensión. Uno de los más grandes misterios es la muerte; nadie sabe
con seguridad qué hay más allá, pues ninguno regresó de la tumba. Las
creencias, la magia y la religión intentan explicar estos misterios.
Los desastres naturales, las enfermedades catastróficas, la
demencia, las calamidades y la muerte, nos enfrentan al dolor y al miedo.
Entonces responsabilizamos de todo ello a Dios o a los dioses o entidades
sobrenaturales, según sea la creencia y herencia cultural a que pertenezcamos.
De allí nace el deseo de aplacar la ira de esa instancia superior y surge todo
tipo de acciones rituales que, casi siempre, están teñidas de sangre:
sacrificios de animales y sacrificios humanos.
Los más “civilizados” ya no hacemos tales tipos de
sacrificios pero sí sometemos a sacrificio nuestros cuerpos en mandas y
procesiones; sacrificamos nuestra economía con ofrendas en dinero y objetos;
sacrificamos la propia personalidad, intentando ser lo que no somos; etc. Por medio
de estos sacrificios queremos amigarnos con Dios, que Él nos acepte, para dejar
de sufrir. ¡Cuán equivocados estamos en nuestra concepción del Padre!
No es la intención de Dios castigar, matar, enfermar ni hacer
sufrir a los humanos. Si esto sucede es porque su creación ha sido contaminada
por una fuerza opuesta. Él es un Dios justo y desea que nosotros también lo
seamos. Para ello no necesitamos hacer ninguna acción heroica ni sacrificio alguno.
Él mismo se ha sacrificado por nosotros, para mostrarnos, desde nuestra lógica
humana, cuánto nos ama. El Cristo entregó su vida en la cruz por cada mujer y
hombre, para que ya nadie necesitara hacer sacrificios para agradarle. Creamos en
su Hijo, mensajero de amor, y seremos justificados.