miércoles, 27 de mayo de 2015

NO MÁS SACRIFICIOS.


 
Sea de la cultura que sean, siempre los seres humanos han buscado la forma de relacionarse con lo desconocido, aquello que está más allá de su comprensión. Uno de los más grandes misterios es la muerte; nadie sabe con seguridad qué hay más allá, pues ninguno regresó de la tumba. Las creencias, la magia y la religión intentan explicar estos misterios.
Los desastres naturales, las enfermedades catastróficas, la demencia, las calamidades y la muerte, nos enfrentan al dolor y al miedo. Entonces responsabilizamos de todo ello a Dios o a los dioses o entidades sobrenaturales, según sea la creencia y herencia cultural a que pertenezcamos. De allí nace el deseo de aplacar la ira de esa instancia superior y surge todo tipo de acciones rituales que, casi siempre, están teñidas de sangre: sacrificios de animales y sacrificios humanos.
Los más “civilizados” ya no hacemos tales tipos de sacrificios pero sí sometemos a sacrificio nuestros cuerpos en mandas y procesiones; sacrificamos nuestra economía con ofrendas en dinero y objetos; sacrificamos la propia personalidad, intentando ser lo que no somos; etc. Por medio de estos sacrificios queremos amigarnos con Dios, que Él nos acepte, para dejar de sufrir. ¡Cuán equivocados estamos en nuestra concepción del Padre!
No es la intención de Dios castigar, matar, enfermar ni hacer sufrir a los humanos. Si esto sucede es porque su creación ha sido contaminada por una fuerza opuesta. Él es un Dios justo y desea que nosotros también lo seamos. Para ello no necesitamos hacer ninguna acción heroica ni sacrificio alguno. Él mismo se ha sacrificado por nosotros, para mostrarnos, desde nuestra lógica humana, cuánto nos ama. El Cristo entregó su vida en la cruz por cada mujer y hombre, para que ya nadie necesitara hacer sacrificios para agradarle. Creamos en su Hijo, mensajero de amor, y seremos justificados.

sábado, 23 de mayo de 2015

LA FE DE ABRAHAM.

 
El apóstol Pablo afirma que “Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia.” (Gálatas 3:6) Es decir que el patriarca, quien vivió en Ur de los caldeos hace 4.000 años atrás, no necesitó hacer nada especial para Dios, sino tan sólo creer en Él. Desde nuestra perspectiva del siglo XXI nos es bastante difícil comprender esto ya que siempre valoramos el hacer, el esfuerzo, el trabajo y sobre todo esa relación comercial que tenemos con las cosas, de pagar para adquirir, una relación que lamentablemente aplicamos también a Dios.

Pero al Creador no se le puede comprar ni vender, Él es insobornable. Ni siquiera con alabanzas y diezmos podemos comprar su corazón. Además no es necesario, ya que como creación suya, nos ama. Pero hay algo que acerca al ser humano de un modo especial al Señor de la vida, y eso se llama fe.
Para comprenderlo mejor debemos ubicarnos en la época de Abraham en que imperaban la magia, la superstición y las religiones politeístas. No había monoteísmo y toda adoración a dioses debía concretarse en una representación o ídolo. Una fe sin iconos era impensable. De modo que cuando Abraham dijo que conversaba con Dios, sus compatriotas le pidieron que les mostrara ese dios y él no tenía estatuilla alguna para mostrar. A Abraham le bastó con escuchar en su interior a Dios. Su relación con Él fue exclusivamente por fe, sin necesidad de nada concreto para adorarle.
El ser humano, en Abraham, dio un gran paso en su concepto de la Divinidad. Dios ahora era un Ser superior que no necesitaba una representación. Esa fe es la más grande revelación espiritual que le ha sido dada al ser humano, algo que veinte siglos más tarde, Jesucristo confirmaría con estas palabras: “la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. / Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (San Juan 4:23,24) Esa fe tuvo Abraham, una fe absolutamente espiritual y pura, sin mancha de dudas; no se trató de una fe que él creara sino que le fue otorgada por Dios; tal fe le fue contada por justicia.
Por eso se llama a Abraham “el padre de la fe” y toda persona que se relaciona con Dios basándose sólo en la fe y no en obras humanas, viene a ser un hijo espiritual de Abraham. Como dice el apóstol: “Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham.” (Gálatas 3:7)
 

jueves, 7 de mayo de 2015

UNA LIBERTAD RESPONSABLE.


 
G. Bernard Shaw escribió “La libertad supone responsabilidad. Por esto, la mayor parte de los hombres la temen tanto”. Preferimos que otro nos diga lo que tenemos que hacer, que guíe nuestras decisiones, que nos enseñe las respuestas aceptables y así nos sentiremos seguros de no errar; además, si no obtenemos el resultado esperado, podremos culpar a otro de ese acto fallido, el que nos ordenó o sugirió hacerlo. Por ese camino nunca tomaremos la responsabilidad de nuestros actos.
La madurez implica desatarme de la guía y el juicio de los padres, de los mayores o de los líderes autoritarios, para ser libre. Pero esa libertad, para que sea provechosa, requiere de ciertas conductas. Si voy a montar un caballo, primero debo domarlo y luego saber manejar muy bien las riendas, para que vaya donde yo ordene y no me conduzca al despeñadero. La libertad es como una bestia salvaje que hay que saber dominar. Dos bridas nos permitirán hacerlo: compromiso y responsabilidad.
El compromiso conmigo mismo, con mi propia persona, para conducirla por el camino indicado a la misión de mi vida; para procurar su desarrollo permanente tanto en los planos material como espiritual; para jamás darme por vencido y enfrentar todos los desafíos que la vida me plantee; el compromiso de ser fiel a mí mismo y no auto engañarme siguiendo desvíos fáciles cuando el sendero se me haga demasiado áspero. El hombre y la mujer libres no claudican a su destino porque están comprometidos con su esencia.
La responsabilidad es la otra rienda que necesitamos tomar firmemente para no caer del caballo de la libertad. Somos responsables de nuestras determinaciones y las consecuencias de ellas. No podemos culpar a otros de nuestros errores, condiciones materiales, sociales o espirituales; no podemos culpar al sistema económico, político o religioso en que vivimos. Es muy fácil hacerlo y no asumir la responsabilidad de nuestros actos. No hacerlo nos achata y no trae crecimiento sino inmovilidad y muerte. Es imperioso que tomemos completa responsabilidad de nuestro ser y, con seriedad, reflexionemos y tracemos nuestro camino.
Compromiso y responsabilidad ejerció el Maestro en su misión redentora. Sus “Yo soy” no retratan a un ser egocéntrico sino a uno que es dueño de sí mismo y sabe quién es, para qué está aquí y hacia dónde va. “Yo soy el buen pastor” dijo; “Yo he venido para que tengan vida”, se refería a la vida superior; “Yo voy a preparar morada” en los cielos. En su destino no culpó a sus torturadores sino que rogó por su perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen...” (San Lucas 23:34) Tampoco responsabilizó a otros sino que dijo yo pongo mi vida, para volverla a tomar. / Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo” (San Juan 10:17,18)